lunes, 16 de febrero de 2009

relato Nº11, 2º Concurso de relatos "pequeño formato"




Durante aquel invierno, Claudia Nekers repitió cada mañana el mismo recorrido. A las nueve y media salía de su casa en Lepic 7, tomaba el metro en Blanche hasta Pigalle y hacía trasbordo en Concorde hasta las Tullerías. Armaba una pipa mientras el batobus de las nueve cincuenta y ocho, envuelto en la bruma, llevaba su cargamento de trabajadores y turistas hasta el Campo de Marte. Caminado junto al Sena, comenzaba su particular redención en dirección al Louvre. En la sala 77, ala Denon, descansaba el motivo de tanta persistencia, el objeto secreto de su ansiedad, la perfecta compresión de su alma. Rodeada de grandes lienzos ocupados por grandes gestas, Claudia tomaba asiento en un gran banco. Sola y en silencio, palpaba con sus ojos cada centímetro de aquella instantánea tratando de encajar en su circunstancia la bestial muestra de sufrimiento y esperanza que desprendían de sus rostros los naufragos más famosos de la historia de Francia. Sin embargo poco importaba la localidad. Aquellas personas no tenían nacionalidad ni hablaban ningún idioma concreto. Para ella todos eran ejemplos universales del lenguaje humano. Habían sobrevivido quince de los ciento cincuenta desgraciados que fueron abandonados a su suerte una tarde de julio de 1816 frente a las costas de Senegal por los agraciados ocupantes de los botes salvavidas de la fragata Medusa. El gobernador y su familia nunca asistirían al monólogo de la crueldad que se desató entre los que trataron de sobrevivir a bordo de una improvisada balsa, los mismos que, en una desesperada carrera por la supervivencia, no dudaron en asesinar a los más débiles para comerse sus cadáveres. Canibalismo, asesinato, miseria, dolor, enfermedad… La síntesis perfecta de las constantes temporales, el resumen pictórico de todo lo que ha acompañado al nacimiento y crecimiento de una especie, la fabulosa muestra de que la civilización queda en suspenso cuando se evaporan las circunstancias que la posibilitan. Pero para Claudia lo verdaderamente inquietante de la pieza no era lo tétrico sino la ansiedad que le provocaba la posibilidad de que existiese un perfecto equilibrio entre dolor y esperanza. El padre que abraza a su hijo muerto no es consciente de que, al otro lado de la balsa, tres hombres hartos de felicidad llaman la atención de un barco que los podría rescatar mientras un africano con la mirada perdida posiblemente haya abandonado toda esperanza en espera de una muerte rápida y solidaria. La agonía marca la velocidad mandando al viento impulsar la vela en dirección contraria a la salvación. La batalla entre la vida y la muerte, entre el existir y la destrucción era lo que el mundo de Claudia experimentaba cada día visitando el trozo de tela propiedad de los emisarios de la desesperación y la esperanza, de los primeros románticos preocupados por la solvencia de la naturaleza e incómodos en un mundo excesivamente racionalizado en el que todo aquello que excede la cuadrícula es incinerado en nombre de la evolución y del ascenso de la escalera ilustrada. Aquellos humanos fueron ignorados y abandonados por el éxito pero incluso ante tal agravio y horror, persistían restos esperanza en sus rostros, fragmentos a los que Claudia se aferraba cada mañana para que la confianza en sí misma no se ahogase y pudiese seguir pensando que no todo está perdido.
Fotografía: serie M:S. Nº11 PFP

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